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La piedra inmóvil, o la idiotez de los silencios. Ramón Leal
Cuanto más presume el árbol de sus hojas, más esclavo es de
sus raíces. La necesidad de aire fresco nos eleva la mirada hacia el ramaje
mecenas del sosiego, de la calma al amparo de unas ideas ya definidas.
Pero son ellas, las palabras, bulbos lacerantes que se
aferran a nuestras ideas concluidas, quienes nos nutren de pasado y se arriman
al azar pues carecen de mirada en vanguardia. Las palabras que mostramos, y
también nuestros silencios, nos revelan desnudos: a menudo se quiere aparentar
un ropaje de estética disecada, que parece esconder una habilidad nueva,
tecnológica, de aquella vieja costumbre de seguir el rebaño, y que, como
dijeron “sean otros los que piensen”.
Nos creemos todo aquello que la evidencia desacredita,
aquello que la realidad nos está mostrando de manera contraria.
Pero, como expresaba magistralmente Julio Cortázar, “pensamos
en cuanto hablamos, y hablamos en cuanto pensamos”… ello nos diferencia de
otros animales. ¿Por qué la elusión a la palabra, a penetrar en las dudas de
una realidad que se manifiesta abiertamente hostil? “Quizás no me alcance”.
Y es justo ahí cuando no comprendo los fundamentalismos
religiosos o ascéticos (no los diferencio bien). ¿No hablan todos de “amor”,
“justicia”…?
Es tiempo, lúgubre término inapelable, de inocencias: nadie
asume protagonismo del presente, no se busque verdugo ni asistente. Nadie,
excepto quien manda sin poder, es apoderado de esta suerte de tinieblas.
El poeta regresa a las rosas, describiendo sus jarrones. El economista, prostituta
fiel, mancilla sus palabras con recetas polvorientas: nadie vea las raíces castigadas.
El alimento fluye, escaso, pero los pámpanos que se ofrecen custodian un brillo
opaco de armonías paradójicas.
Odio, no quise nunca usar el término, la indiferencia
cómplice, garantía de la indemne savia que perpetúa este tejido
fósil, donde cada futuro cadáver se asoma a un sueño que reconoce nunca
pondrá en evidencia.
Y nadie es culpable. Nadie es fiador de este árbol que
perdura. En ello consiste el melodrama: imposible la resolución del crimen pues
sospechosos, testigos y jueces, todos son secuaces, se autoresignan como
coautores del terror. Nadie verbaliza su connivencia, pero ¿no somos racionales?
Nuestros actos nos delatan: una inercia de excesos deja un rastro de
testigos cómplices del desplome: cada compra es un gesto asociado con el
crimen, cada aproximación solidaria al opio futbolario es la cesión gratuita de
nuestra inocencia. Algo es terrible, todos presumen de pureza; otro río es
inverosímil: sólo es creíble aquello que conduce al mar, al océano del tributo
y al valle del júbilo.
Unos tertulianos enfundan sus micros, de soslayo comprueban
que cada gesto está en el lugar de ayer, de siempre, nada amenaza el curso de
la historia, de su historia representada en voces disonantes dentro un frasco
de vidrio que grita su frágil equilibrio, su lánguida destreza.
Ramón Leal
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